No sabemos amar

A los trece años pensaba que el amor podía ser eterno. A los trece años pensaba que era posible morir de amor. A esa edad leí Cumbres Borrascosas porque quería encontrar una especie de respuesta a la agitación que sentía en mi cuerpo cuando tenía una estimulación física a veces accidental. Pronto pensé que ese temblor generalizado tenía que ver con la pasión romántica y con la tragedia. Pensaba, después de unir el deseo erótico al amor, que el amor era una experiencia fundamental que daría sentido a mi vida.

En el último ensayo de su libro El fin de la novela de amor Vivian Gornick escribe sobre esta certeza que tuvo muchos años antes que yo: “Sí, nuestras vidas podían ser pequeñas y timoratas, pero, en la vida ideal —la vida culta, la vida valiente, la vida que había en el mundo de ahí fuera—, el sentir era que el amor no sólo habría de buscarse, sino que se alcanzaría; y una vez alcanzado, transformaría la existencia; crearía una prosa rica, profunda y con matices a partir de los informes corrientes de la vida diaria”.  La hipótesis del ensayo de Gornick es que el amor romántico ya no constituye el paradigma romántico del siglo XIX, en las novelas contemporáneas ya no hay personajes que mueren de amor. La nueva Ana Karenina puede proponer una relación abierta o pasar tiempo con sus hijos un fin de semana después de un divorcio más o menos tranquilo.

Me parece que lo que aprendí sobre el amor a través de las novelas románticas constituye un conocimiento inútil; poético, pero poco práctico. No quiero morir por amor, quiero compartir la vida. La experiencia del amor, con su pasión y su tragedia, ya no es ese gran horizonte de llegada después de un largo trayecto. La idea del trayecto y el amor como meta la tomé de una animación japonesa que fue vital en mi cinefilia infantil. En su versión de 1978 Almendrita llega al reino de los Tulipanes después de un largo trayecto en el que conoce a una golondrina, a una mariposa y a una señora ratona que le da cobijo durante el crudo invierno. De niña creía que el final era encontrar al príncipe, ahora pienso que el amor es la recompensa final a una serie de acciones generosas: revivir a la golondrina, sentir comprensión y compasión por una rana primero y con un topo después. El amor es la cosecha de una serie de buenas acciones que también son amor.

El cine y la infancia. Hago una lectura actual de un clásico de mi infancia e interpreto desde un grupo de ideas que pienso ahora en mi vida adulta —Almendrita me recuerda al dharma del budismo— una experiencia que no sé si conozco, por qué cómo escribir sobre el amor con sus múltiples manifestaciones: el amor romántico, el amor como caridad, el amor de la amistad, el amor familiar; todo es amor, pero también lo es su ausencia. Una vía negativa para conocer el amor podría ser pensarlo desde su falta. El amor como un volver permanente sobre los mismos pasos, ver una y otra vez Almendrita para descubrir si mi mirada ha cambiado. Gornick escribe que su generación amó una y otra vez y amó mal, quizás el amor no es eso que esperábamos, no es el amor del príncipe como una meta sino como una consecuencia. Para mí, para la espectadora de Almendrita que una vez fui, definitivamente ya no es una meta, es un camino. Un camino que de repente aparece, como escribe Víctor Jara.  

El amor como un camino, el amor como un proyecto., en ese sentido, qué lejos me parece el deseo. No había deseo erótico en Almendrita, cuando sentí el amor como un hogar y como una onda en expansión no pensaba en mi deseo; por eso escribo que no sabemos coger y no sabemos amar… o yo no lo sé. Nos confundimos, me confundo, hacemos una fusión de una cosa con la otra, aprendemos posturas, gestos y conductas creyendo que dan cuenta del amor o de las ganas cuando no hemos aprendido a discernir cómo se siente lo uno y lo otro. No sabemos amar porque, como el deseo, el amor tampoco puede ser una didáctica ni un arte, apenas un camino una vía de conocimiento, pero podemos interpretar erróneamente, interpretar como en la Pulgarcita estadounidense de 1994 que en el camino hay escarabajos que quieren hacernos daño y que hay que pasar por encima de ellos para alcanzar la meta personal, sea o no la del amor.

Si conozco algo sobre el amor creo que no ha sido por las relaciones de pareja, mucho menos a través del sexo; ambas nos permitirían conocer —muy débilmente— los intereses y deseos del otro, pero poco nos mostraría sobre el amor con toda su luminosidad y fuerza. Muchas veces he pensado que el amor es tan grande que sería poco generoso amar sólo a una persona, por eso cuando amo crece el amor por los que me rodean: mi gata, mi familia. El camino. El hogar. Si he aprendido algo sobre el amor lo he aprendido leyendo economía, por ejemplo, o feminismo, o urbanismo. El amor y las emociones como parte de las condiciones materiales de la existencia, el trabajo y el trabajo doméstico. El matrimonio como base de la familia y la familia como pilar de la sociedad, rebelarse contra esa institución para cultivar la amistad o nuevas formas de amor como buscamos nuevas formas de gestionar proyectos de trabajo, proyectos que tengo con amigas porque con parejas nunca ha sido posible.

Quizás “aprenderé” a amar cuando, como con el deseo, renuncie a todo intento de comprensión del amor. Y, como en una vía negativa, me de cuenta que el amor está en todo, está en la compañía de mi gata por las mañanas o en los cuidados de papá la última vez que me resfrié y fui con miedo al hospital.

Pero esto creo que ya lo sabía.

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