El sabor de la vida

A veces creo que no me alcanzará la vida para conocer distintos placeres. Es que son tantos, parecen tan infinitos: el sabor de la comida que todavía no conozco, los climas que aún ignoro —e ignoraré—. Ciertos sonidos, árboles y flores o el peculiar tono de algunos atardeceres —los de León difieren bastante a los de Guanajuato—. Posiblemente ignoro cosas que están muy cerca de mí, por descuido, por ceguera inconsciente, quizá hay por ahí algún rinconcito que podría hacerme feliz y todavía no lo conozco. A veces experimento ciertas intuiciones que se convierten en deseos fugaces que no estoy segura si algún día podré experimentar, como el deseo de explorar una región húmeda y cálida, con volcanes y playas, no sé si existe un lugar así. Una intuición, súbita como un rayo, durante el sexo, que quizá podría gozar sintiendo dolor. Pero los placeres, como los deseos y las aventuras, parecen estar en continua administración y control, tanto en la práctica como en la imaginación. Una cree que hay libertad en la fantasía, pero esta se construye a partir de lo que se supone que deberíamos desear.  

Fui al cine. Vi una película sobre cocina o, más bien, sobre el arte de la cocina; su tradición y su relación con el espacio y con el clima —Francia en este caso—. Pero, para mí, en algunos momentos la película era sobre el placer de cocinar y comer, había varios momentos muy eróticos: me llamaba la atención cierta posición del rostro para morder y engullir, también algunos gemidos de placer al saborear, me parecía que eran muy similares a los que se emiten durante el sexo. Era posible esa lectura erótica, aunque la película creo que buscaba cierto refinamiento, una suerte de reconocimiento de la cocina como un arte. Se hablaba de la comida como una composición, como una mezcla entre sabores y texturas y yo no sé qué tanto arte o maestría podría existir en el sexo, ¿Qué conocimientos podría poseer un artista del sexo? Imagino cierta habilidad para provocar ciertas reacciones, pero creo que antes que un arte, el sexo es trabajo. Y, estirando un poco más la analogía, no existen restaurantes para cultivar el bello arte de la felación, por mencionar una práctica.

Sin embargo, la comida es erótica. Puede ser excitante comer o ver comer, pero me parece que eso no depende tanto de la refinación de la comida. Habría que reivindicar las artes culinarias populares como vías para una satisfacción igualmente sublime. El placer de comer completos chilenos. El placer de comer un buen pozole en la cenaduría más económica. Hace unos meses, en Mar del Plata, fui feliz por el sabor de la comida argentina, sentía una satisfacción y una alegría casi permanente, pero no sé si podría considerarlas eróticas. Erótico fue sólo un pequeñísimo momento en que vi al chico que me gustaba untar mantequilla en un pedazo de pan, el gesto por sí mismo me pareció sexy, no sé por qué razón, fue un momento aislado en nuestra convivencia, las expectativas del placer pueden ser muy dolorosas cuando no son correspondidas. Pero hubo otros momentos felices y correspondidos en el pasado. Pedí el menú del día en un restaurante que frecuentaba poco en Guanajuato, quizá era una pieza de pollo con arroz y la salsa era de chile guajillo o mole, no lo recuerdo, pero en un momento sonó una canción de Sade que había escuchado recientemente mientras tenía sexo con un chico al que deseaba desde hacía mucho tiempo. Sentí placer por la acción de esa memoria involuntaria de la que tanto habla Proust; como la magdalena, la canción de Sade me llevó a recordar el placer erótico que asocié en ese momento al sabor de mi platillo. Esto pasó hace varios años. Imaginaba que podría suceder fácilmente en otras ocasiones, pero la memoria es caprichosa, esa mezcla entre sabor, sonido y placer evocado fue una excepción. En mi caso, por lo general, los placeres son aislados, experimento el recuerdo del placer erótico, el sabor de la comida o el gozo de una canción.

Pero, como escribía hace poco, están los períodos en los que el cuerpo no está tan atento al placer y experimentamos la satisfacción sin prestar atención al camino para llegar a ella —y aquí podría hacer una analogía con la comida rápida, pero prefiero evitarla—. Quizá el camino es difícil de atravesar porque toda ceguera es inconsciente. Tengo intuiciones, pero a menudo me pregunto si lo que creo que podría darme placer es algo que he aprendido en algún sitio, en el porno, por ejemplo, no sé si mi placer es un ejercicio autónomo, producto de mi pura intuición. Lo que sí creo que es que seguir las categorías del porno reduciría las posibilidades de satisfacción. Hay que prestar atención a todo el paisaje, no sólo al camino. En la película francesa sobre el arte de la cocina una línea de diálogo me llamó la atención, el personaje del chef le dice a su aprendiz que el gusto se construye a partir de la experiencia, ella es muy joven todavía para apreciar ciertos sabores, pero tiene un talento, un don o una habilidad para la comida que tiene que desarrollar. Ahí el trabajo se une con el talento y surge eso que llaman arte. Estoy intentando evitar hacer una analogía con el sexo, pero al mismo tiempo pienso en la Julieta de Sade, sobre ella su autor escribe que tenía un “talento” para el sexo que era también su profesión, bastante lucrativa, por cierto. Vuelvo a la película francesa, lo que me interesa es el gusto como una vía de conocimiento autónomo. ¿En qué medida el gusto puede ser una herramienta de transmisión de placer y conocimiento? Si de alguna forma el sexo puede ser un arte es porque, quizá, entre nuestra cultura, hemos aprendido de nuestro placer y nuestra satisfacción y hemos desarrollado un gusto y una peculiar práctica erótica. A menudo fantaseo con la posibilidad de un paisaje grande, con la posibilidad de explorar distintos placeres, qué alegría que sean interminables.

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