Crushearse, el amor como una pedagogía

Hace poco recordé una de las grandes sentencias de mi madre “tú estás enamorada del amor”. Tenía razones suficientes para decírmelo: de niña me gustaba un chico que nunca correspondió mi cariño. A él le gustaban los Bee Gees y Star Wars, acompañarlo al cine a ver el Episodio III fue un día importante en mi adolescencia, en mi imaginación cabía la posibilidad de que con un comentario o una observación aguda se enamorara de mí. Pero, en realidad, nunca me gustó esa saga; nunca se enamoró de mí por más cosas que compartiéramos en común. Mi experiencia romántica en la adolescencia se construyó a partir del rechazo de los que me interesaban y de mi rechazo a los que no me gustaban. El noviazgo se convirtió en una experiencia inalcanzable y mil veces anhelada. Por esa época leí Cumbres Borrascosas, la novela despertó una pasión amorosa imaginaria que jamás viví en la realidad porque nunca conocí a mi Heathcliff de la secundaria —y nadie podría nunca encarnar esas fantasías—. Como decía mamá, estaba enamorada del amor.

Crushearse, ese neologismo que se usa ahora, me recuerda a aquella experiencia de mi adolescencia: enamorarse del amor, proyectar una fantasía sobre el otro, interpretar inalcanzablemente señales para saber si el interés es recíproco. Todo es signo, pero también todo es susceptible a una mala lectura. La angustia de la interpretación. La eterna incertidumbre de cómo responder los movimientos del otro. Recientemente volví a crushearme como en la adolescencia a partir de un intercambio virtual. Como en un juego de ajedrez, me he preguntado varias veces si una invitación de mi parte no me expone demasiado. Como en una mala semiótica, interpreto el desinterés y siento vergüenza por suponer lo opuesto. Me pregunto por qué este enamoramiento me remite a mi adolescencia.

Tal vez es porque, con el tiempo, para mí, una señal de madurez fue ese paso de lo «platónico» a lo «material»: tener una cita con alguien que me gustara me permitía conocerlo lo suficiente para mantener vivo mi interés, o no. Pienso ahora en esas ideas adolescentes en distintas generaciones: según papá para los varones la meta solía ser la relación sexual —la llamada “tercera base”— para mis amigas y yo la meta era el noviazgo, el antecedente del matrimonio, la base de la familia. Ahí entra en juego la construcción de una sociedad que tendríamos que pensar desde su dimensión política, pero en ese entonces sólo nos interesaba tener algo en común con alguien. O al menos eso buscaba yo, buscaba algo parecido a lo que para mí es la cooperación y la amistad ahora.

Me parece curioso pensar las relaciones en términos lineales, con metas, finalidades y a partir de la idea de progreso. No soy menos madura ahora por experimentar un crush como en mi adolescencia, pero sí siento un desajuste respecto a lo que he aprendido en estos años a partir de conocer a distintas personas o cultivar la amistad y el amor. Quizás mi mayor incomodidad respecto a este estado de permanente interpretación e incertidumbre tiene que ver con la imposibilidad de conocer a esa persona. A propósito de Vértigo, la película de Alfred Hitchcock, Slavoj Žižek dice que el personaje de Kim Novak encarna la fantasía del personaje de James Stewart, él jamás puede aprehenderla porque el estado de la fantasía es el de la fuga constante. En ese sentido creo que el estado del enamoramiento “platónico” tiene que ver con esa fuga. ¿Pero por qué pensar las relaciones románticas a partir de la conquista de lo inasible, a partir de la proyección de las innumerables virtudes que supuestamente posee nuestro interés romántico?

II

Sostengo la idea de que al crush nunca se le conoce lo suficiente porque si se le conociera dejaría de ser un crush. La existencia del crush necesita un alto grado de misterio. Su símbolo es el de la dama esquiva del amor cortés, la mujer conocida sólo a través de un velo. La mujer de la alta torre. La Paloma de las altas nubes en las canciones de José Alfredo Jiménez. Este ideal es contrario a la posibilidad de realmente conocer al otro; es que la relación amorosa, en el amor cortés, por ejemplo, siempre es un hálito, un ideal, nunca una meta realizable como un hogar. En esta idea, el matrimonio contemporáneo parece opuesto al amor cortés. Si Stewart llegara a conocer realmente a Novak no habría persecución y no habría película. También hay una fuga del deseo sexual aquí, la misma fuga que parece condición de la amistad. Cuando hay sexo en la amistad se da paso al amor, ¿es así?.  

 Y lo contrario: ¿por qué deserotizamos la amistad? La primera vez que me enamoré y fui correspondida, pensé —en la agonía de la relación— que el amor podía ser algo que nos expandiera, algo que nos llevara a reconocernos más allá de nosotros como individuos y que la relación debería parecerse más a una amistad que a un encuentro —o más bien, un choque— entre dos voluntades que no quieren ceder porque una siempre quiere imponerse. El juego entre el amado y el amante porque, según Nietzsche, en una relación siempre hay alguien que ama más. El amor debería permitirnos reconocernos con humidad a través de la mirada del otro. El crush va en el camino opuesto: individualiza al otro, lo eleva a la categoría de alguien por encima del resto —es distinta la idea de Violeta Parra cuando escribe “entre las multitudes el hombre que yo amo”— Uno entre la multitud, pero del brazo de los otros, no sobre los demás.

Hay una escena en una película de King Vidor (Y el mundo marcha, 1928) ‧que lo explica:

La pareja como parte de un colectivo. Aunque toda historia de amor parece extraordinaria en su particularidad, la pareja es parte de una estructura que la condiciona. Históricamente, por ejemplo, los varones son los conquistadores. Habría que ir en contra de esas condiciones, en contra de la separación entre amistad y amor; en contra del crush como lo inalcanzable. Imagino, entonces, las relaciones amorosas como una pedagogía posible en la medida en la que nos ayuda a conocernos a través del otro, no se trata de corroborar que la fantasía proyectada encaja con algo del otro, no se trata de conquistar lo escurridizo del otro porque ¿cómo podríamos conquistarlo siempre estamos en transformación constante?.

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